Soft Power: el poder del colapso suave.
Pequeños ángeles, grandes espectros: notas sobre lo cuqui.
En los últimos años lo cuqui ha experimentado un resurgir notable en múltiples ámbitos de la cultura popular, desde la estética de productos de consumo hasta la comunicación política y la narrativa audiovisual. Este fenómeno, caracterizado por una mezcla entre ternura e inocencia parece responder a una necesidad social y emocional que va más allá de lo meramente superficial. En un mundo contemporáneo marcado por la incertidumbre, el término emerge como un refugio simbólico que busca reconectar con la infancia. El término proviene del lenguaje coloquial para describir aquello que resulta adorable, tierno y simpático, especialmente en relación con niños, mascotas o figuras pequeñas. Sin embargo, lo cuqui ha trascendido esa simple definición para convertirse en una estética cultural que incorpora colores pastel, formas suaves, y emociones positivas que remiten a la inocencia y la simplicidad. En la cultura contemporánea lo cuqui funciona como un contrapeso frente a la complejidad y la ansiedad de la vida adulta, actuando como una vía de escape emocional y un espacio simbólico de confort.
Como comentaba Simon May en su libro “El poder de lo cuqui”, lejos de ser un fenómeno trivial, lo cuqui posee un profundo impacto emocional y social. En un mundo saturado de información y problemas globales, este término ofrece una ilusión de control y soluciones simples mediante el auge de productos o personajes que representan un universo donde los conflictos se resuelven con facilidad y donde la vulnerabilidad es aceptada y protegida. Esta ilusión puede ser un mecanismo de afrontamiento ante el estrés, pero también evidencia una idealización nostálgica de la infancia, entendida como un tiempo donde se sentía mayor seguridad y poder, aunque fuese una percepción más que una realidad objetiva.
Un ejemplo audiovisual claro al que he estado recientemente expuesta se encuentra en el anime Paranoia Agent dirigido por Satoshi Kon. Aquí vemos un ejemplo paradigmático donde lo cuqui se presenta en una dimensión compleja y ambivalente más cercana a la actualidad contemporánea. Representado por el personaje animado Moromi, encarna la dimensión más pura y tradicional de lo tierno. Su diseño visual, con formas redondeadas, colores suaves y movimientos lentos, evoca ternura y vulnerabilidad. En la narrativa, Moromi funciona como un objeto de consuelo, simbolizando la infancia idealizada, el refugio donde las preocupaciones adultas se suspenden temporalmente. Este personaje conecta con la teoría de lo cuqui como mecanismo emocional de evasión o protección que hoy día ha transmutado a múltiples ejemplos como el caso de los conocidos Sonny Angels, el auge de tiendas como MINISO o Pop Mart, especializadas en merchandising que funcionan como amuletos emocionales para quienes sufren la presión del mundo adulto.
No es de extrañar que dentro del término de la cuquicidad surjan ciertos sentimientos de negación a sus figuras más representativas. Años después de asimilar personajes como Mickey Mouse o Hello Kitty y, debido al auge de internet y las redes sociales, todo símbolo se ha visto moldeado con una facilidad abismal en entornos casi espeluznantes. En la década de los 2010 la red se vio afectada con historias terroríficas que ponían el foco en figuras que habían sido creadas cómo refugio mental. La infancia se caricaturizaba como respuesta a la incertidumbre mental que vivían miles de adolescentes y jóvenes adultos. Los creepy pasta estaban de moda y ninguna creación estaba a salvo de sufrir la perversión de sus facciones.
Shonen Bat surge como contraste del término cute para encarnar no sólo lo que Fisher llama lo siniestro: aquello que surge cuando lo familiar —en este caso, la figura de un niño inocente— se vuelve extraño y perturbador. Freud definió lo siniestro como “lo familiar que debería haber permanecido oculto” y que, al reaparecer, genera un sentimiento inquietante (unheimlich). Shonen Bat es ese fantasma en Paranoia Agent, una figura cuqui que se subvierte en amenaza. Sus acciones violentas, el misterio que lo rodea y la paranoia que provoca exponen las ansiedades sociales y psicológicas reprimidas, especialmente las relacionadas con la presión, el estrés y la alienación urbana contemporánea. Como señala Fisher en su análisis de la cultura popular, estas manifestaciones de lo siniestro reflejan las contradicciones de la modernidad y el colapso de las narrativas de progreso. Al igual que Shonen Bat, los Sonny Angels no son simples objetos de entretenimiento; representan un fenómeno cultural que satisface el deseo de reconectar con la infancia y buscar consuelo en un mundo incierto. Su estética repetitiva con pequeñas variantes que mantienen una base común de inocencia y ternura crea una sensación de seguridad y control emocional. Pero esa misma repetición y simplicidad pueden generar una especie de inquietud o extrañeza, una sensación de que hay algo más allá de la superficie adorable, una pregunta tácita sobre qué significa depender emocionalmente de símbolos tan aparentemente inocentes. Este efecto es comparable al juego que Paranoia Agent desarrolla con lo cuqui: la mezcla entre atracción y desasosiego, la tensión entre lo familiar y lo extraño. Los Sonny Angels, y otros fenómenos similares de “adorable acumulativo” en la cultura popular, pueden funcionar también como espectros hauntológicos, es decir, como fantasmas que nos recuerdan una infancia idealizada y, al mismo tiempo nos confrontan con la imposibilidad de volver a ella de manera pura.
Lo cute en la política y la cultura contemporánea
¿A qué se refiere Simon May cuándo dice que Donald Trump es cuqui? Cuando leí este apartado me sorprendió imaginarme a miles de fanáticos pro Trump haciendo el símbolo del corazón con los dedos a un presidente corrupto con opiniones fascistas y un decolorado de pelo antinatural. Pero no más lejos de la realidad caí en la cuenta de que aquí no hacía mucho que estábamos viendo edits o fancams de políticos dándose abrazos e intuyendo ciertas relaciones románticas a espaldas del público general que ponía encendía la televisión y abría Twitter a la vez para hacer humor con los bochornosos debates electorales.
En la actualidad, lo cuqui no es sólo una estética decorativa, sino una estrategia comunicativa que ha sido interiorizada por marcas, plataformas digitales y figuras de poder, especialmente en contextos donde el lenguaje tradicional de la autoridad resulta frío, distante o es rechazado por las nuevas generaciones. Un ejemplo claro es el uso de emoticonos por parte de instituciones y gobiernos para suavizar o hacer más digeribles mensajes complejos, duros o impopulares. En Japón, por ejemplo, las prefecturas utilizan mascotas kawaii oficiales —como Kumamon— para fomentar el turismo, promover el civismo o incluso comunicar desastres naturales. Este fenómeno tiene su paralelo en Occidente con el uso de memes, emojis y personajes animados en campañas políticas o institucionales, donde se busca generar empatía y cercanía emocional a través de una estética infantilizada. Esto funciona como un bálsamo emocional pero también como una forma de desactivar el conflicto al hacer que los mensajes se vean inofensivos, así se rebajan las barreras críticas del receptor. La ternura, en estos casos, se convierte en una herramienta de poder blando. El soft power, vaya. De hecho no hace falta que crucemos el charco y nos riamos de las americanas tan absurdas cuando aquí tenemos el concepto bastante reciente.
Mariano Rajoy comenzó su gobierno en 2011 y estuvo en la presidencia hasta la moción de censura del PSOE en 2018. Durante su legislatura (y parte de la que no también) le vimos hacer sumas declaraciones que se convirtieron en todo un statement de ineptitud jocosa. Era idiota, pero era nuestro idiota. Sí, Rajoy se convirtió en un símbolo cuqui y no lo propongo yo, lo declara Simon May en su libro. Su aire torpe y las nulas expectativas de todo un país lo convirtieron no solo en el hazmerreir, fue más cómo cuando toda una clase se pone de acuerdo para elegir de delegada a la persona más torpe o de la que más bromas pueden hacer. Nadie contemplaba a este señor como una figura temida o causante de diversos estragos para la política española porque cada vez que salía en pantalla su aura de ineptitud y su discurso mediocre le daba el poder de dirigir las miradas a un sector menos agresivo. Lo mismo ocurre con figuras del pasado, Stalin, Lenin, incluso dictadores de la talla de Hitler o Franco se ven reconfigurados en la estética para reasignar su legado y memificar su paso por la historia para ser más consumible. El soft power es un arma política cuando consumimos videos de empresas o partidos políticos que deciden hacer uso de gatitos ataviados con una fruta por traje para denunciar el problema de la vivienda y que a veces acaba teniendo el efecto contrario al buscado porque caer en las garras de la vergüenza ajena es muy factible.
(No me preguntéis lo que he sentido utilizando estas imágenes, por favor)
A primera vista, lo cuqui —según lo describe Simon May— se presenta como lo inofensivo, lo tierno, lo que despierta en nosotros un deseo inmediato de protección. Es la estética del desamparo encantador, de la vulnerabilidad convertida en encanto. Pero May también advierte que ese poder emocional de lo tierno no es neutral: tiene fuerza, dirección e implicaciones profundas sobre cómo nos relacionamos con el mundo, con los demás y con nosotros mismos. Además este término no se limita al plano simbólico. Tiene expresiones concretas en lo político y lo social: desde el uso de personajes adorables por parte de instituciones, hasta la construcción de figuras públicas que se presentan como accesibles, dulces y cercanas. En este contexto, lo cuqui se vuelve también una herramienta de poder blando, que no impone, sino que seduce y desactiva. Se convierte en un símbolo del presente bloqueado, donde el pasado infantil se reactiva como consuelo frente a un futuro incierto o cancelado. Siguiendo al autor, lo cuqui no puede entenderse únicamente como algo superficial o decorativo. Es una fuerza cultural ambivalente, que a la vez nos consuela y nos infantiliza, nos protege y nos desarma, nos acerca al otro y nos aleja del conflicto. Es una estética cargada de afecto, pero también de paradojas: puede ser tierna y siniestra, progresista y regresiva, empática y manipuladora.
En última instancia, el poder de lo cute reside precisamente en esa ambigüedad: en su capacidad de ser refugio y máscara, consuelo y síntoma. Comprenderlo implica asumir que la ternura también tiene ideología, y que en cada gesto se juega algo más que un suspiro de ternura: se juega, quizás, la forma en que queremos (o no) habitar el tiempo, la infancia, y el deseo de futuro.